Comenzamos a relatar los últimos días y los últimos viajes, comenzando por el final: el viaje de vuelta.
La foto de la derecha corresponde con mi último amanecer en Maastricht. Me levanté a las 07:51 -aproximadamente, pues no se el segundo exacto-, y me dispuse a recoger lo que me quedaba por recoger. En especial, tenía que quitarme el pijama, meterlo a la bolsa de la ropa sucia -hice muchas coladas los últimos días, pero imposible llevarlo todo limpio a casa- y ponerme la ropa que había dejado preparada fuera de la maleta.
Pasaban los minutos y se acercaba la hora de la revisión. Un tweet y el ordenador a la maleta de mano. Entonces caí en que debía pasar la aspiradora. Me asomé a la puerta... aún nada, perfecto. Saqué el electrodoméstico y a aspirar. Pude terminar a tiempo y todo estaba listo para cuando sonó el timbre. Todo... excepto las tiras de triángulos de colores en la ventana. Bueno, recogi el chaquetón y me lo puse. Le indiqué amablemente al señor que vino a hacer la revisión lo que sucedía con la ventana y le pregunté si quitaba el cordón. "Sí, por supuesto, por supuesto...". Todo estaba en orden y recibí el dinero de la fianza, con lo que me despedí. Me preguntó si necesitaba ayuda con las maletas, pero le indiqué que iba a una casa al final del pasillo antes de irme definitivamente. Iba a la casa de Marina, la última en despedirme -¡quéjate del privilegio, toledana!-. Me acerqué con todos los bultos y desperté a la pobre, que me permitió dejar las maletas en su casa antes de ir a la tienda a por un último recado -que no puede ser aún desvelado-. Me echó una minibronca porque me estaba dejando caer y salía con todas las papeletas para perder el tren que me pertenecía. Sí, me estaba dejando caer, no quería irme... Finalmente lo hice, con la obvia promesa de pasarme por Toledo y que ella se pasase por Lepe -y lo harás, vamos que lo harás jajaja-.
Fui a la parada de autobuses sorteando la nieve -de varios días ya- y conduciendo temerariamente mis tres maletas. La más pequeña iba aupada en la mediana, obviamente. Estuve esperando unos diez minutos y llegó. Esta vez no me faltaba la tarjeta de embarque, así que pude llegar a la estación de trenes. Quince minutos para la salida del tren. Pese a que quería comprar algo de comida, iba demasiado justo de tiempo, así que fui directo al mostrador. Diez minutos. La señorita me indicó amablemente que si compraba el ticket en la maquinita automática me ahorraría tres euros y me explicó el por qué... hasta que amablemente la interrumpí diciéndole en el mínimo número de palabras "se que gasto más, quiero hacerlo, tengo prisa, por favor deme el ticket". Se ve que surtieron efecto junto a mi expresión, con lo que me dio el ticket y sali corriendo al tren. Clara que, al ir con maletas, debi dar un rodeo para coger el ascensor. Una señora entraba con un carrito y me esperó mientras hice el tetris con mi equipaje. Subí, cambié de andén y de nuevo a bajar. Llegué a tiempo a mi pequeño tren belga, listo para comenzar el viaje. Una llamada telefónica a mi madre sobre la situación del viaje y la previsión de tiempo fue lo último que hice en Maastricht.
El tren pasó por Visé, como siempre, hasta llegar a Lieja. Antes de irme pregunté al revisor por la conexión para el aeropuerto de Charleroi. Tras titubear un segundo, me dijo "Tournai, plataforma 6". Me bajé el tren haciendo malabares en las escaleras mecánicas y una señora que iba detrás de mi se preocupó porque llevaba muchas maletas. En efecto, al llegar abajo no me dio tiempo a sacarlas en seguida y casi provoco un accidente, pero es de sentido común no pegarte al escalón posterior a semejante carga. Vi el cartel electrónico y no aparecía Tournai en la plataforma 6... ¡pero sí en la 9! Bueno, pude haber oído mal, así que hacia ella me encaminé. Al subir las escaleras mecánicas la maleta de mano cayó rodando escaleras abajo mientras lo demás subía. De hecho, la tapa -donde estaba el portátil- pegó con el canto de un escalón desde la altura de un metro y medio. Viendo mi portátil hecho añicos, me apresuré a recogerlo todo y a subir, sin tiempo para pararme hasta estar en el tren. En el cartel aparecía una dirección diferente, pero supuse que sería una posterior a Tournai, así que subí al mismo, con la ayuda de un chaval y su novia para mis maletas. Estaba ya tranquilo... o no.
Con el tren ya en marcha y tras escuchar la estación "Lieja centro" me dio un pálpito y pregunté a la pareja, que no tenía ni idea. Fui corriendo hasta el revisor y le dije "Este tren... va a Charleroi, ¿verdad?" en un francés muy malo, pero que entendió. Me dijo que noo y me indicó la estación en la que debía bajarme, así como la plataforma que debía coger. El tren no tenía pérdida... "dirección Tournai". Tras cagarme en mis muelas me bajé en la estación debida y... ¡sorpresa! Ni rastro de escaleras mecánicas, pero sí una grande de las normales. Sirvan las fotos de la derecha como prueba grádica de la proeza que tuve que hacer para primero bajar y luego subir hasta el andén correcto. la gente me miraba con semejante equipaje y se asustaba. Menos mal que no había nadie, así no corría peligro al hacer la operación.
Por fin cogí el tren de Tournai y en dos horas estaría en Charleroi. Era el momento de acomodarme, dejar las maletas en su sitio... y ver el estado de mi portátil. Abrí la tapa, asombrosamente libre de magulladuras, y vi toda la pantalla salpicada de trocitos -"oh, trozos de circuito, adiós a todo", pensé-. Cuál sería mi sorpresa al descubrir que era la misma suciedad que se acumula en el teclado y que tanto cuesta sacar. "Un momento... ¿el portátil está intacto y además limpio? ¡Sí, señor!".
Estuve todo el trayecto despierto, por si las moscas. Sí, estaba cansado, pero ya podría dormir en el avión más tarde. Además, me moría de hambre... sólo había desayunado unas pocas de patatas fritas y no pude comprar desayuno en Maastricht ni en Lieja. "Debí haber acehtao que Marina me diese argo pa' desayuná", pensé. Mi tripa corroboraba tal teoría, pero no quedaba otra que esperar. Por suerte, no me surgió la necesidad de acudir al servicio y, por ende, dejar solas las maletas o sobrevivir al esfuerzo.
Llegué a la estación de Charleroi, desconocida para mí, y busqué la salida en la dirección que deseaba. Pude dar con ella y salí de la estación, con los autobuses enfrente. Entonces, mientras me detuve para ver dónde estaba el autobús o tren o lo que tuviese que coger para el aeropuerto, pude escuchar la música de la megafonía. Sonaba Titanium, la canción que tanto le gustaba a Lilia y que no paraba de poner en los últimos días que estuve en Maastricht cuando nos reuníamos en grupo. Se me escapó pronunciar su nombre en un susurro y, sin moverme del sitio, agarrando fuerte las maletas y sin sentir el frío (-14ºC) me vi de vuelta en Maastricht en la cena que preparó Lilia, el vídeo que hice, la última noche en el Alla, mi despedida por la noche, la revisión, Marina... Mi cuerpo estaba paralizado, aunque era consciente de que debía seguir caminando para volver a casa. Tomé aire respirando profundamente mientras cerraba los ojos y los abrí al tiempo que lo soltaba y resonó en mi cabeza "Mi Erasmus ha terminado". Pensé en mi novia, mi familia, mis amigos, el buen tiempo... y empecé a caminar como el que camina con medio metro de nieve en el desierto, a base de pensar en lo que me esparaba para no volver atrás.
En realidad el autobús que debía coger no estaba a más de treinta metros. Llegué y vi que salían autobuses cada media hora y el siguiente lo haría en un poco más de un cuarto de hora. Pregunté si podía comprar el ticket en el mismo autobús y, confirmado mi deseo, me dispuse a esperar. Llegó finalmente y estuve en el aeropuerto en más o menos media hora. Dado que mi vuelo salía a las cinco menos diez y eran las tres, aún quedaba incluso hasta que se abriera el mostrador de equipaje. Me senté a esperar viendo los vuelos y me comí un Kit Kat para aguantar la gusa hasta que pasase al duty free -aún conservo, misteriosamente, el envoltorio de dicha chocolatina-. En cierto momento vi que una señora consultaba el peso de sus maletas en el peso de una de las cintas de facturación, así que me decidí a hacer lo mismo. Catorce kilos por un lado, bien. Diecisiete por otro, vaya... y diez en la maleta de mano. Ahí sobraba mucho peso... Trasladé un queso de medio kilo de una maleta a otra, con lo que la de menor peso alcanzó lo que debía, pero la otra se mantuvo en dieciséis. El otro queso iba directo al chaquetón, pero no bajaba... así que probé a trasladar ropa a la maleta de mano, que se pasó del peso. Así estuve "jugando" un rato hasta que me cansé y vi que sólo podría dejar algo en tierra o pagar los veinte euros de recargo.
Resignado a pagar, me quedé viendo el cartel electrónico y, viendo los mostradores, busqué Ryanair. El letrero del cartel era muy raro y cuando me acerqué a los mostradores ponía "todas las direcciones". Me puse en la cola y claro, al llegar me pesó mucho la maleta. Tuve suerte de poner primero la pesada, porque la otra dio 14. Creo que dan menos peso cuando avanzan un poco que justo pegado al pasajero. En cualquier caso, la chica me invitó a probar a recolocar el peso y me dispuse a jugar de nuevo. Esta vez, cambiando las sábanas hasta la maleta de mano, logré equilibrar las tres. He de decir que me traje el nórdico y el albornoz que me regaló Fede, artículos que eran de peso y voluminosos. Así, las tres maletas estaban a rebosar e incluso una vez se me jodió por poco la cremallera de una de ellas. El peso ahora estuvo justo y pude meter ambas maletas sin sobrecargo. La cuestión ahora era la maleta de mano... que iba justita o pasándose.
Me dirigí al control de seguridad y quien controla las tarjetas de embarque comprobó cogiendo mi maleta de mano que el peso iba en orden -a ojo-, además de apretar un poco la tapa para ver que cedía, ya que se veía hinchada. Pasé y sabía que no iba a tener más problemas, así que ya me relajé. Tuve hasta la amabilidad de poner el portátil aparte en una cajita al pasar el control de seguridad, cuando siempre espero a que me lo pidan expresamente -a veces he pasado tan tranquilo y es un latazo la operación de sacarlo y meterlo otra vez justo ahí-.
En el duty free vi las ofertas alimenticias y me metí un bocadillo en el cuerpo además de una cola, a modo de almuerzo. No es que me llenara del todo, pero aguantaría y no quería dejarme la paga del mes en aquel sitio. Me acerqué a la cristalera de la terminal y le eché una foto a mi avión, con todo ligeramente nevado. De hecho caían unos pocos copos. Grabé un vídeo y me fui a sentar en un hueco libre. Junto a mi coincidía una chica rubia con una sudadera que ponía "Antwerpen University". Yo tengo una idéntica pero versión Maastricht, así que, imaginando que volvía a casa como yo, le dije "Ah, ¿tú también eres Erasmus?" y me respondió que no, que sólo viajaba a Sevilla. El acento me dio a entender que no era de Sevilla, pero tampoco identifiqué de qué parte de España. Le pedí disculpas y le expliqué que me había confundido por la sudadera, pues yo tenía una igual. Fue entonces cuando me aclaró que ella era de Amberes -Antwerpen en el idioma flamenco-. Sorprendido por el nivel de español que tenía, le hice saber que manejaba muy bien mi idioma y me lo agradecío, a la vez que me aclaró que era filóloga en lengua española. Estuvimos hablando un buen rato, en español, y comenzó a nevar más fuerte. Además comenzaba a formarse una buena fila, pero tan amena era la conversación que no me importaba esperar. Pese a ello, hice ademán de levantarme, diciéndole que ya era hora de ponerse a la cola por lo grande que era. Me comentó que siempre cogía prioridad de embarque y un sitio concreto cercano a la cola. Como me quedé un momento extrañado, me explicó las bondades del sitio en cuestión y, en efecto, llevaba toda la razón. Toda una experta en volar con Ryanair. Me invitó a reservarme el asiento de su lado, si quería, y nos encontraríamos allí. Acepté encantado, por lo bien que me había caído ella y la posibilidad de pasar el vuelo charlando en vez de aburrido y solo. Además, tenía curiosidad por ese asiento tan especial.
En la cola tenía delante de mí dos sevillanos. Ingenieros, al tenor de su conversación. Me dejé saborear la sensación que se tiene cuando entiendes un idioma y la otra persona no lo sabe -aunque en mi caso pudieron adivinarlo, por el tono de piel- y fui avanzando en la cola hasta llegar a la puerta de embarque. Como Ryanair es tan amable, hay que caminar por la pista hasta llegar al avión. Con la nieve cayéndome en los ojos y aguantando el frío, caminé unos cien metros que se me hicieron medio kilómetro. Llegué a la cola del avión, entré y allí estaba, esperándome en el asiento que me dijo. Todo era tal y como lo habia descrito. Puse la maleta donde pude y a presión, pero no cabía bien... así que la cambié a otro lugar mejor. Tras todo el jaleo me senté, puse el chaquetón en el suelo y abroché el cinturón. La pista estaba muy nevada y la ventanilla se tapó completamente de nieve poco a poco. Pese a ello y, con un poco de retraso, el avión despegó sin problemas.
Estuvimos dos horas y media hablando de todo y nada. El clima, Sevilla y sus monumentos, la gramática española, política nacionalista catalana comparada con Bélgica y hasta pude enseñarle algunas palabras andaluzas como rebujito o cacharro. A Sevilla la dejé en buen lugar, como suelo hacer ante extranjeros y siempre que no esté mi novia delante -en esos casos la capital andaluza es un pueblucho con río sucio y mucha "s" en loss oídoss.
A la altura de Madrid, ya de noche, comentaba Joy -no había comentado el nombre hasta ese momento porque, aunque resulte gracioso, tampoco nos habíamos presentado- que estaba todo muy despoblado. Le animé a ver la zona de Castilla-La Mancha, aún mejor. Como quería retarme a pronunciar su único apellido, me dejó su documento de identidad y bueno, en mi defensa diré que era difícil e hice lo que pude. Le enseñé entonces el mío y su dedo se fue directo a un dato, que no eran los dos apellidos -ella sabía ya esa costumbre española-, sino el año de nacimiento. Yo, tan tranquilo, le dije "Sí, mil novecientos noventa y uno" y ella me miraba extrañada a la vez que me decía que era tres años más vieja que yo, cuando pensaba que lo era yo. Es un clásico que nunca falla conmigo y se lo hice saber. Íbamos llegando y aprovechó para ver Sevilla de noche desde el aire. Como tenía que coger un taxi y exponerse a la habitual estafa por ser extranjera, le ofrecí venir conmigo, pues me tenían que recoger mis padres, y en el caso de que hubieran venido solos podríamos acercarla. No le aseguraba nada, pero aceptó agradeciendo el gesto.
Al bajar del avión todos los operarios estaban abrigados hasta arriba, pero esos 7ºC nos sabían a gloria. Tres horas antes estábamos a veinte grados menos, así que debe entenderse el porqué íbamos tan tranquilos con los abrigos en la mano. Esperé mi equipaje y cogí un carrito -estaban enganchados para que no los cogieran, vale, pero a un lepero no se le niega el ejercicio de su derecho al carrito en el aeropuerto-. Mientras íbamos hacia la puerta, tuve la maldad de grabar un vídeo con la vuelta a casa y lo hice, de tal manera de crucé cámara en mano saludando a mis padres. Les presenté a Joy y les comenté la particular situación. No pusieron problema, ya que venían solos y fuimos al coche. No pude darle el toque a mi novia como que había llegado sin que el avión se la pegara contra el suelo, lo cual me auguraba que estaría impaciente esperando. Mejor, más sorpresa. Mi abuela me llamó y le dije que había llegado bien, que aunque tenía la pierna rota por la nieve no se preocupara, que me habían vendado y en un par de semanas tan tranquilo. Terminé por ceder cuando vi que ya se preocupaba y, tras colgar, me dijo Joy "ahora entiendo lo que me decías del buen humor de los leperos".
Tras irnos del aeropuerto tuvimos que realizar la hazaña de entrar en Sevilla para llegar a la Alameda de Hércules. Ni mi padre ni yo conocíamos la entrada correcta, así que estuvimos dando vuelta acercándonos por intuición hasta que lo logramos. Antes de que se bajara, quedé con Joy en agregarnoos al Facebook y le deseé una buena estancia. Ella nos agradeció mucho la ayuda y se fue contenta al hostal. Días más tarde me envió un mensaje agradeciendo de nuevo y recalcando la amabilidad de los andaluces, lo cual me llenó de orgullo -y satisfacción, claro-.
Una vez salimos de Sevilla nos encaminamos hacia Lepe, toda vez que ya era para quedarme. Y aquí estoy, en Lepe aún, aunque buscando un piso para quedarme en Huelva por las noches y no ir cada día reventado a la Universidad. Coomo curiosidad diré que he tardado unas tres horas en relatar el viaje de vuelta... ¡y aún me quedan muchos viajes por contar!
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