lunes, 9 de enero de 2012

Vuelta a casa (II)

Me senté en mi asiento, pegado a la ventanilla, tras colocar mi equipaje de mano encima mía. Por exigencias de una azafata puse el chaquetón encima del maletín, el vuelo iba muy cargado y por megafonía pedían colaboración ante este suceso. Una pareja se sentó a mi lado, creo que holandesa.

Antes de despegar miré la hora; iba con retraso. Apagué el móvil y puse mi cazadora bajo el asiento de delante, tal y como pedían las azafatas. Me encanta viajar en avión y sobre todo el despegue y el aterrizaje, así que ningún problema con esos minutos. Según las indicaciones del capitán, no tendríamos incidencias en el que iba a ser el décimo vuelo de mi veinteañera vida. Una vez en el aire pude contemplar la extensión de la llanura holandesa, toda verde y salpicada de canales. Como había dormido poco la noche anterior y me esperaba un día largo en España, me dispuse para poder dormir y me forcé a ello, sin lograrlo, hasta que finalmente caí rendido fruto del agotamiento, con la ventanilla cerrada. Al abrir los ojos miré la hora y vi que aún quedaban unos largos sesenta minutos de vuelo. Abrí la ventanilla y contemplé un paisaje árido, montañoso y marrón: España. Lo sé porque recuerdo que el capitán había dicho que pasaríamos por Asturias dirección Faro. En cualquier caso, fuese Portugal o España, se notaba la diferencia de la península respecto a las tierras bátavas. Finalmente, descenso, vistas de un campo de golf, sobrevolamos un poco el Atlántico y volvimos a tierra para aterrizar en Faro, Portugal. 

La alta ocupación del avión provocó que tardase un poco en bajarme, pero había sido puntual incluso pese al retraso. Éstos de Ryanair saben mucho y proyectan 3 horas para vuelos de dos y media. Cuando por fin salí a la puerta de avión, sentí calor y los ojos me hicieron chiribitas. Si Holanda me despidió con su tiempo típico, mi península ibérica no iba a ser menos. Medio segundo de contemplación y a la escalerilla. El maletín pesaba, pero caminaba rápido, adelantando a los demás viajeros. Sólo una familia holandesa que iba, como yo, con equipaje de mano pudo seguir por delante mía en el apasionante eslálon que había que hacer entre pasillos hasta salir de la terminal. Al fin veía gente fuera y supe que estaba cerca, pero no veía aún a mi familia. Paré un segundo a dos metros de la salida, cambié el maletín de mano habiéndolo dejado en el suelo y continué. A la izquierda estaban todos: mi padre grabando en vídeo, mi madre ansiosa mirando a la salida y mis hermanos expectantes. Mi única palabra fue "¡buenas!"

Tras los abrazos, besos y bienvenida en general, caminamos hacia el coche, donde mi padre me dio una lata de pepsi y me preparó un bocadillo de chorizo. ¡Qué bien sabe la comida española, leches! Pagamos el parquímetro, me pusieron al día de la actualidad familiar -ningún fallecimiento, pero enfermedades varias cuya noticia no había llegado a Holanda a propósito- y pusimos rumbo a España. Debido al peaje de la autovía debimos coger la carretera nacional, todo un latazo. Di un toque a mi novia y me deleité con el solecito ibérico. 

Unos veinte minutos después de pasar la frontera llegamos a Lepe. Pedí a mi padre que parase para hacer una maldad. Fui al maletero y saqué una de las banderitas de Holanda y la saqué por la ventanilla. Al llegar a la altura de la casa de mi novia la saqué y, mientras mi padre hacía sonar la bocina, gritaba ¡vuelvo como un presidente de la república, en coche oficial! al ver a mi novia asomada al balcón -la última vez que la había visto en persona, me iba en coche mientras dije "me voy como un presidente de la república"-. Ella reía y me bajé del coche. No estaba la cosa para hacer de Romeo, así que me dirigí a una puerta del edificio. Leches, era la otra. A correr. Allí estaba. Abrazos. Besos. Emoción. 

Ella tuvo que irse a Sevilla a pasar la nochebuena con sus abuelos, por lo que estuvimos juntos sólo diez minutos. Después fui a casa de mi abuela materna, donde llegué y saludé con toda naturalidad, como si estuviese todos los días allí. Entonces caminé hacia mi abuela y fue cuando reaccionó rompiendo a llorar mientras me abrazaba. Estuve allí con mi familia un rato y fuimos a casa. Tres meses y sólo me parecía que hubieran pasado unos días: todo igual. Eso sí, cuando subi a mi habitación la temperatura me chocó, acostumbrado a la de Maastricht con la calefacción 24h. Fui corriendo a casa de mi amigo Dima para saludarlo y me quedé a tomar algo, hasta que llegó la hora de volver a casa, ducharme y vestirme para la cena. Fui con el tiempo justo para ir a Isla Cristina a cenar con la familia, donde me quedé fuera para hacer creer que me había ido a Sevilla y, una vez que entré, fui hasta la cocina en silencio acercándome a mi abuela paterna para decirle junto al hombro mirando la comida ¡uy, qué rico!

Durante la cena tuve momentos para contar curiosidades sobre Holanda y responder a preguntas sobre el país de los canales. Además, pude tener debate jurídico sobre penas, juzgados, procesos... en mi salsa y defendiendo posturas poco políticamente correctas. Al volver a Lepe, tanto Dima como yo estábamos cansados, así que fui a la cama directamente. Acostumbrado a tener sólo una sábana y el nórdico, las tres mantas con el edredón me hacían sentir como si me fueran a aplastar. Pese a ello, no me costó conciliar el sueño: ya estaba de vuelta en casa.

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