domingo, 30 de octubre de 2011

Viernes en Tongeren (Bélgica)

No puedo decir que me haya aficionado a levantarme temprano, ni siquiera a pedalear durante kilómetros y kilómetros... pero me confieso amante del turismo de bajo coste. La salida a Tongeren me costó casi siete euros, no más. Y vais a poder juzgar, por lo que cuento, si mereció la pena o no la inversión. Yo la veo muy rentable.

Me levanté sobre las ocho y media, como la otra vez. Aunque había quedado con Feng, estuvimos debatiendo por Facebook el inicio de la ruta y al final nos retrasamos un poco. Vamos, que entre una cosa y otra dejamos Maastricht a las diez y algo, pero tampoco teníamos prisa. Tardamos aproximadamente hora y media en llegar a ritmo de paseo y nos dio una alegría tremenda ver el cartel que indicaba que entrábamos en Tongeren. Por supuesto nos echamos la foto que no puede faltar, con el cartel, lo cual empieza a ser tradición. Habíamos recorrido ya unos 20km, dispuestos a dar ahora un paseo por la ciudad. Recorrimos las calles que ya yo previamente había visto en Google Maps y llegamos al centro, donde dejamos las bicis aparcadas en una farola -Bélgica no tiene tanta infraestructura para bicicletas... y cuando uno se acostumbra a lo bueno lo echa en falta en su ausencia-. 

En la plaza del centro estaba la estatua de Ambiórix, caudillo de la tribu de los belgae, que luchó contra Julio César en la Guerra de las Galias. Lo reconocí inmediatamente y, agradeciendo la suerte de haberlo encontrado tan pronto, me eché un par de fotos.

Después estuvimos buscando el Museo galo-romano, pero por el camino entramos en una iglesia gótica bastante mona en cuyo interior colgaba un crucifijo sobre el altar. Justo detrás del punto desde el que hice la foto estaba la cámara del tesoro, lo cual por aquí ya he visto en dos o tres iglesias... ¡qué les gusta acumular dinero a estos cristianos!

Tras preguntar a una limpiadora y a duras pena entender lo que decía en flamenco, pudimos encontrar el edificio del buscado museo y vimos los precios con inesperada alegría. Siete euros para adultos, 5 para pensionistas... y sólo uno para menores de veitiseis años. La dependienta se fiaba y aún casi se enseñamos los DNI para demostrar la edad. Dejamos las mochilas en una taquilla y recogimos una guía que había que devolver al terminar la visita. El museo, bastante completo, hacía un interesante recorrido desde medio millón de años de la prehistoria hasta la dominación romana y las invasiones bárbaras.

Tras echarle una foto a un neandertal que estaba tumbado y abierto para observar sus órganos, Feng y yo fuimos recorriendo la sala 0, dedicada a la prehistoria más profunda. Los vídeos estaban en cuatro idiomas, por suerte uno de ellos era inglés, así que cada vez que veíamos una de esas pantallas íbamos a echar un ojo a ver qué nos contaba sobre los antepasados belgas. La conclusión, a juzgar por los mapas de expansión de culturas... es que lo que de España vaya tarde en los descrubrimientos nos viene de lejos. Nos echamos una graciosa foto en una tienda prehistórica a base de pieles y vimos unos vídeos sobre cómo cocer agua, elaborar pieles o preparar hachas neolíticas. Pese a todo lo interesante estaba por venir.

En un museo galo-romano, por mucho que la sala 1 estuviera dedicada a los pueblos bárbaros de los cinco mil años de la era anterior a la nuestra, tenía que tener objetos galos y romanos por la fuerza. Y ya al final de la sala 1 se veía la conquista romana de la Galia por Julio César, con un soldado romano y un galo perfectamente ataviados. Con el romano, tras ver que llevaba correctamente su indumentaria -le sobraba ese penacho, por cierto- me eché una foto; al galo lo llevo en la memoria y va que chuta. La última sala estaba repleta de objetos de la era romana, pero quizás menos interesantes en cuanto a contenido explicativo. Eso sí, la colección de ánforas era bastante grande, como suele suceder, al igual que la de monedas.

Tras terminar la visita cultural, el estómago tocaba diana, así que nos acercamos a un supermercado, donde me agencié fiambre, pan y agua. Feng, más previsor, llevaba un táper de pasta con tomate. Fuimos caminando hacia el muro romano y cuando vimos la maqueta y monumento que había cerca de donde tenía que estar fuimos a ir a comer. Al sentarnos, vimos el muro -o lo que quedaba de él- frente a nosotros. Dimos buena cuenta de la comida y echamos un ojo a dos máquinas de artillería romana que había expuestas: un onager y un scorpio. Al onagro definitivamente le faltaba la cuchara, así que Feng tuvo el detalle de donar temporalmente la suya para completar la maquinaria, como se aprecia en la foto.

Continuamos siguiendo el muro y nos echamos unas fotos antes de volver al centro para ir a ver el muro interior. Sí, Tongeren, que es la ciudad más antigua de Bélgica, tenía un muro interior y otro exterior de lo que de expandió la ciudad. Estuvimos buscándolo hasta que dimos con él y, aprovechando las piedras salientes, nos echamos las típicas fotos escalando el muro.

Lo interesante llegó cuando nos echamos una foto arriba del muro, que por el tamaño que tengo yo encima de él calculo que tendría unos cuatro metros de altura. Imponía más respeto posar para la foto que subir o bajar, desde luego.

Con el muro romano bastante visto, fuimos a emprender el camino de vuelta, pero debíamos atender ciertas necesidades fisiológicas. Como en el centro comercial del centro no había aseos -logré traducir el eslogan, que era "En Julianus, el cliente es César"-, decidimos ir a un bar y tomar algo para usar sus instalaciones de camino. Paramos en un pub y, como había billar, pues aprovechamos para echar una partida.

El café, cuyo precio asustaría a Zapatero, nos costó 1,90€, pero en su defensa hay que decir que además de estar bueno venía acompañado de una bandejita con la leche, el azúcar en terrones y una galletita de barquillo. Vamos, nada mal.

Aunque a Feng le dio por quitar el papel de la ranura fuera de servicio y echó la moneda donde no era, vino el dueño y nos solucionó el problema. Y pese que iba perdiendo yo, él coló la negra cuando sólo le quedaba ésta, pero en la tronera equivocada. Lo dicho, que gané con más orgullo que honra.

A la hora de volver hablábamos de que no habíamos tenido ningún incidente grave y nos alegrábamos, aunque para noo gafarla dijimos de esperar a estar en casa. La vuelta fue rápida, a una media de aproximadamente 18km/h (tengo cogido el ritmo que supone esa velocidad), por lo que la pudimos hacer en unos cuarenta minutos, más o menos la mitad que la ida.

Al llegar a Maastricht, indiqué a Feng que continuara recto y, poco después, rectifiqué corriendo a dos metros de la curva y le dije que era a mano izquierda. Él no pudo girar bien y terminó chocándose contra mí. Cayó a plomo hacia su derecha poco a poco porque le aguantaba mi bici, la cual fui bajando poco a poco para que no se me doblara. Él resultó ileso, con un poco de dolor en la rodilla, pero pude echarle una foto mientras estaba en el suelo... para la posteridad.

Para terminar, subo la ruta, siendo ésta más sencilla que la de Valkenburg pese a tener casi el mismo kilometraje: 40,1km.

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