Otra internada en bicileta a Bélgica, esta vez para visitar una fortaleza de la Segunda Guerra Mundial. Aunque había avisado por Facebook, sólo Feng me dijo de venir. Así, quedamos a las 09:30 de la mañana a 2ºC de temperatura y con el cielo despejado. Yo me abrigué a conciencia, quizás demasiado. Camiseta de interior, camiseta, chaleco y cazadora más guantes, gorro y bufanda. Vamos, artillería ligera. Además, como me llevé las gafas para no escandilarme con el sol parecía que iba a esquiar.
En la salida de Maastricht Feng volvió a salirse con la suya, aunque esta vez me llevó por calles que no conocía. Finalmente llegamos a la carretera en cuestión y logramos salir de la ciudad rumbo sur. El primer paisaje, de flores al fondo sobre una colina, se llevó la primera foto del día. Poco después vimos un cartel que señalaba un monumento en un monte, así que decidimos hacer un alto. Mientras ascendíamos vimos puertas que indicaban que allí había búnkeres subterráneos. Llegamos a lo que parecía un pequeño complejo y menuda sorpresa nos dio una inscripción en la entrada que rezaba "Aquí se firmó el Tratado de Maastricht el 7 de febrero de 1992". Entramos y vimos un par de restaurantes, aunque la zona estaba desiera completamente. Eso sí, pudimos entrar a un restaurante que aprovechaba una de las cuevas... precioso.
Cuando salimos del complejo de la ladera del monte llegamos al primer pueblo belga, con lo que habíamos pasado la frontera sin echarnos la foto de rigor... excusa perfecta para volver. El cambió de país se notaba en la crisis. Sí, sí, los Países Bajos y Bélgica la llevan de manera diferente. Aunque hay el mismo número de adosados en venta, aquí ponen "Te koop" y allí "A vendre". He de decir que no se cuál es peor: el primero amenaza y el segundo te manda por ahí.
Nos supuso un chasco no poder entrar a ese infinito entramado de túneles, metal, defensas... todo a un coste elevadísimo, una fortaleza considerada inexpugnable en la aquella época. Feng se preguntaba cómo podrían tomar un sitio así, a lo que le respondí que "Lo tomaron 85 paracaidistas y cayó en 24 horas". Así, la fortaleza, aún orgullo nacional belga, no es más que un monumento al derroche y a la estupidez humana. Recompuestos de la mala noticia, nos encaminamos a la torre de Eben-Ezer, siguiente parada.
La primera planta tiene su qué, más que nada por la inscripción que rodea a los cuatro querubines (león, toro, águila y humano) delante de un mural que va desde los romanos hasta Hitler, pasando por una gran Bestia que pisotea a un cordero. El cuerpo de la Bestia está hecho con monedas por escamas y alusión a los imperialismos filosófico, económico, financiero y político, con la mirada permisiva del Vaticano. Da algo de sensación tanta alegoría apocalíptica, que unido al olor del edificio, que por alguna razón me recordaba al de una Iglesia, me hizo no bajar la guardia.
En lo alto de la torre descansan cuatro sendas estatuas de los querubines, los cuales se ven desde varios kilómetros de lejos. Fuera, a los pies de la torre, un parque contiene una exposición de arte fantástico -arte moderno, ya se sabe-. Feng y yo hicimos una pausa en una cafetería cercana y dimos cuenta de una Leffe negra aprovechando que allí esa delicia cuesta lo mismo que la cerveza normalita en Maastricht. Me recomendaron una cerveza rubia hecha artesanalmente en la zona, así que tengo otra excusa más para volver. Además, he de confesar que me resulta mucho más grato el ambiente francófono que estar rodeado de flamenco. Tras tomarme una tortilla de jamón y unas bolitas de ternera picantes con salsa "andalouse". Más tarde he descubierto que existe ciertamente, pero es belga, no andaluza. Y para quien se lo esté preguntando, sí, podía elegir entre varias salsas y me decanté por la que supuestamente era de mi tierra: me gusta vivir al límite.
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